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IX.

—«Debo partir, Akella. Ha llegado el mo- mento que nos tenemos que separar.» Akella levantó la cabecita, y vi su rostro bañado en lágrimas, y con voz muy dulce me dijo: —«Sí, debes partir. Tú necesitas volver a tu patria y con los tuyos.» Era tan imprevista para mí esta tranquila resignación, que mur- muré: —<«Quizás vuelva.» —«No, no vuelvas; olvida todo, a Nagasaki, a mí, trata de borrar este año de tu memoria, fué una página muy dulce y muy triste que nunca debió suceder.» —«Akella, te he amado!» Y ella, meneando tristemente la cabeza, respondió: — «No. Sólo se puede amar una vez, y tú amaste a la extran- jera. Apúrate, el vapor saldrá pronto.» Y se apresuró a arreglar mi equipaje. Luego me quiso acompañar hasta el jardín, y junto al portoncito nos dimos el beso de despedida. Me alejé, y al dar vuelta una calle volví la

cabeza, y vi mi casita de papel, con su jardín

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