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se vuelven al día siguiente en el «Ysako». —«Yo también regreso en él» — dije asaltado súbitamente por la idea de la vuelta. Charito me miró sorprendida: — «Cómo? ¿Abandona Ud. su mujer? —¡Akella! qué daría porque nunca hubiera existido! Pero, ¿era acaso Akella una valla para mis deseos? En esa noche de rose occidental, había perdido com- pletamente mis escrúpulos orientales, y estaba decidido a abandonar a la musmé. — «Para nosotros los extranjeros, el casamiento nipón no tiene valor alguno, es un simple contrato,»— dije. Charito sonríe. Está encantadora. Y al terminar la velada, no habían transcurrido para nosotros los años de separación.

Y al volver, cruzando por los caminos en sombra, sentí llorar una mandolina en el si- lencio del Nagasaki dormido, y al acercarme a la casita, vi la estancia abierta, y Akella, sentada en el suelo, iluminada por un farol rojo que tenía a su lado, pulsando el instru- mento, y corrían lágrimas por sus mejillas

blancas.