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y extranjeros, sofocado por el calor reinante. Por más que no quisiese debía convencerme: yo había ido en busca de Charito Saros. Al fin la encontré conversando con un marino; me miró friamente y luego desvió la vista. No cabía duda: Akella la había fastidiado.

¡Pobre Akella! tan dulce, tan buena, cuando con sus pequeñas manos me acariciaba, con- solándome de la pérdida de «ella»; y hoy, hasta yo la detesto, y desearía romper esta barrera que me separa de Charito. Me en- contré con un amigo que después de un rato de conversación, me aconsejó que volviera a la patria. ¡Sí! Debo volver a mi tierra, debo comenzar una vida nueva y activa, y aban- donar este país somnoliento y esta vida lenta e igual. Siento renacer mi alma americana y desaparecer mi avatar nipón.

La casualidad me hace encontrar sola a Charito. Me acerco y la saludo cortesmente. Ella me responde con frialdad. Le pregunto por su salud y me contesta que ya está com- pletamente restablecida, y que este viaje lo han hecho por su convalecencia, mas que