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y confundiéndonos entre la multitud, caminá- bamos, hasta que llegamos a un sitio más libre, donde había unas pocas personas sen- tadas. Akella quiso descansar y nos sentamos. Desde el lugar que estábamos se veían las ondas argentadas deshacerse blandamente al chocar con la piedra. Unas aves marinas revoloteaban graznando alegremente. Yo con- templaba el agua y el cielo, y me sentía feliz, olvidado de todo lo que me rodeaba. Alella me oprime el brazo y me dice: — «Extranjeras, compatriotas tuyas, quizás.» Me volví, y palidecí, asombrado ante lo que veía: Charito Saros, el ser que yo amaba y creía muerto, estaba ahí, mirándome con.sus ojos grandes y penetrantes. Akella me oprime el brazo con más fuerza y me pregunta: — <¿Las co- noces?» — «No» — respondí; era una mentira piadosa. ¿Cómo le diría a mi pobre esposa que estaba enfrente de su rival? Vino una ola de gente y no la vimos más. La alegría se había apagado en mi musmé; y yo me había vuelto sombrío. Éramos dos espectros
entre aquella muchedumbre riente, y huímos