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gando por la ciudad, saliendo al campo, y visitando los templos. Hacia el Este hay un jardín espléndido, cubierto de rosales, tuli- panes y claveles; los cuida un viejo guardián que tiene una hija. Ellos son la única rela- ción que tengo en Nagasaki. Todas las tardes, a la puesta del sol, voy a visitarlos, y sus maneras sencillas y afectuosas, me encariñan en este pequeño mundo nuevo. La hija del guardián se llama Akella, y tiene quince años. Es pequeña y delicada como los tulipanes de su jardín, sus ojos son rasgados y su nariz muy fina, de tez marfileña y de cabellos endrinos. Es un fino «bibelot» a quien han dado un soplo de vida. Es suave y buena, y desde el primer momento nos hemos hecho muy amigos. Yo le cuento frecuentemente historias de Occidente, que ella escucha fas- cinada por la imaginación de otros mundos que jamás llegará a conocer. Otras veces ella toca en su mandolina antiguos aires nipones, y por las marchitas mejillas del viejo guardián ruedan lágrimas, mientras fuma su pipa, en- treviendo en el humo felices escenas pasadas.