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semblante, su pobre semblante, todo desfi- gurado, todo pálido, y sembrado de cicatri- ces. También habían cortado sus cabellos; sólo restaban los grandes ojos, pero velados y tristes como si hubieran muerto. Era tan abso- luta la desfiguración que yo permanecía ca- llado, buscando en vano que alguna expresión de Ana detuviera mi cariño que se desvanecía. Mi silencio, o alguna impresión mal reprimida, hablaron lo suficiente para que Ana compren- diera que mi amor había muerto y que era sólo una extraña para mí.
— «Os agradezco, señor Glasow, que hayáis venido. Un momento pensé escribiros para evitar este encuentro y quedar en vuestra me- moria con los recuerdos que guardaseis del «Cosiana». Pero quizás sea mejor para vos, si es que me amasteis alguna vez, el volverme a ver, que así al partir no llevaréis ningún remor- dimiento de haberme dejado.»
Ana había entrado bruscamente al tema y en una forma tan imprevista que yo, sin alcan- zar a comprenderla, repetí: «¡Dejaros, Ana!»
— «Sí, vuestro cariño no puede persistir.