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— «¿Nunca habéis pensado si fuera preferi- ble que la señorita de Prazinka hubiese muer- to?» Azorado ante la suposición que pasara por mí una idea tan extraña, miré dudando al doctor Karenow, pero él continuó impertur- bable: — «La viruela deja marcas...»

Llegábamos a la puerta del jardín. Me de- tuve aturdido; sus palabras me hicieron recor- dar por primera vez que Ána estaría muy cambiada, posiblemente tanto, que él se creía en la obligación de prevenirme y entonces tuve miedo de verla...

Pero ya avanzábamos por el jardín, alguien nos había visto y miss Gleen abría la puerta del corredor y nos saludaba.

— «Ana desea tanto verlo!» — me dijo con- duciéndome a las habitaciones de la señorita de Prazinka. Al sentirme entrar, Ána escondió la cara entre las manos; estaba muy débil y apenas podía incorporarse entre los almoha- dones que cubrían su sillón. Yo dudé de avan- zar O detenerme, pero Ana, logrando domi- narse, bajó las manos y alzó tranquilamente la cabeza dejando que la luz descubriera su