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cia en Yeniseisk. Postrado de fatiga, después de confiar Ana a sus amables protectores, me dirigí al hotel con propósito de descansar hasta bien entrado el otro día. Y sin cuidarme del aire que penetraba cantando por entre las tablas del muro, me dormí profundamente... Todavía era de noche cuando me desperté sobresaltado por unos golpecitos que llamaban a mi puerta. Al abrirla encontré un mensajero de Mr. Gleen: la señorita Prazinka había sido presa de una fiebre altísima, y alarmado por la gravedad del caso, Gleen envió para que me avisara mientras llamaban un médico. La noticia disipó todo el sueño que aún me entor- pecía, y sin querer detenerme a buscar los fósforos para encender alguna luz, me apresuré a vestirme a tientas, y unos minutos después salía acompañado del mensajero. Cuando lle- gamos, en el jardín, Desmond salió a mi en- cuentro y me explicó que era imposible entrar, pues la casa estaba aislada.

— «Aislada» — repetí lentamente: — «sólo se aislan las casas cuando hay peste.»

Mi amigo meneó la cabeza asintiendo: «El