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arrepentimiento de la palabra, que me había comprometido en la ofuscación, por salvarse del compromiso anterior, le provocaban esa excitación que la iba agotando.
Al reanudar la última jornada, ya casi no tenía fuerzas para moverse; estaba el rostro abrasado y las pupilas dilatadas y brillantes, que parecían arrancadas de las órbitas. No hablaba; a mis preguntas, respondía con mono- sílabos. Cuando nos acercábamos más ansiaba yo llegar y la zozobra me hacía imaginar Yeniseisk en cada nube que veía en lonta- nanza.
Recién me tranquilicé al rodear la ciudad en dirección al consulado inglés. Había decidido poner a Ana bajo la protección de Inglaterra, mientras yo arreglaba mis papeles y anunciaba a mi madre nuestro enlace. Hallé de representan- te británico en Yeniseisk a un antiguo amigo mío, Desmond Gleen, que habitaba con su esposa una casita en las afueras de la ciudad. Ambos recibieron cariñosamente a Ana, la cual paré- cía hallarse algo mejorada, e insistieron en que
la dejara con ellos durante nuestra permanen-