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TERCERA PARTE


I

Hacía más de un mes que Ofelia y Eugenio se veían casi todas las noches en el almacén de Maravillas, bajo la corona de cartón dorado del gran lecho imperial. El chico llegaba à las diez en punto y, escondiéndose por los pasillos llenos de antiguas decoraciones, dirigíase hacia el almacén, cuya llave llevaba siempre en el bolsillo en su calidad de secretario suplente del concierto.

Porque Eugenio tenía ya un empleo, que la cantadora le había conseguido. Era escribiente de Rocario, con treinta duros de sueldo al mes, y trabajaba cuoti-

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