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a profanar el altar de Dios, y acababan por llevarla a que se profanase ella misma como mujer, como señorita, como joven, en el banquete orgiaco, que cerraba la mitad de cada fiesta.

Una tormenta de maldiciones sobre el género humano que no era federal, estallaba al oído de la infeliz heroína, que no soñó serlo, ni hizo nada por serlo, en su vida.

Era una tempestad de un orden no conocido hasta entonces en la naturaleza: — allí eran los ojos de los convidados los que relampagueaban, la algazara, quien hacía las veces del trueno; y eran los brindis quienes fermentaban y estallaban el rayo.

Las mujeres mismas, reventados en ellas los lazos de la religión y la moral, rivalizaban con los hombres, en conjurar a muerte a los enemigos del restaurador federal. Era el exceso, la hipérbole de las inspiraciones del diablo ca-