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que aun quedaban hombres a la patria de los libertadores de la América.

Pero en Palermo, en esa parodia Versalles donde se huelga la vanidad estúpida de Rosas, no halla Manuela sino lo más abyecto de la sociedad bonaerense, que viene allí cubierta de lujo y vilipendio.

Jira sus ojos y esa mujer desgraciada en medio de su teatral felicidad no descubre sino hombres débiles, sometidos, prosternados, que se hacen un deber y un honor en humillarse delante de la mujer misma a quien pretenden lisonjear.

Vestido, lenguaje, opiniones, todo en ellos es una imposición del amo que los gobierna; y ante Manuela, ante ella que conoce el origen de cuanto pasa en la República, todos los frecuentadores de Palermo no son otra cosa que los títeres de las ideas de su padre. Hombres todos que a la más leve insinuación de