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padre habrá tenido la triste misión en el mundo, de grabar sello indeleble y de reprobación, a cuanto lo haya rodeado en el período memorable de su dictadura.

Único dueño de su poder como del pueblo que esclaviza con él; radiante con esa aurora de sangre que rodea su frente; fascinador con su inefable tiranía, no es un Dios, pero es un demonio que hace bajar la frente a cuantos se le acercan, presa todos de esa doble enfermedad del cuerpo y del espíritu, que se llama el terror.

Y su hija, única persona que lo vé, que lo oye, y que participa de su confianza, es para el pueblo enfermo, débil y fanatizado, el altar donde corre a deponer de rodillas el homenaje servil de su postración.

Manuela oye a todos; recibe a todos con afabilidad y dulzura.