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Bueno.

La barca llegó a la lengua de tierra. Los pescadores saltaron a la arena y empezaron a tirar de su cabo de red. Ambos grupos de hombres se iban acercando, y los gruesos corchos atados a la red formaban un semicírculo perfecto.

Aquella tarde, anocheciendo, cuando los obreros habían ya comido, Malva, cansada y pensativa, sentada en un bote viejo y volcado, miraba al mar, cubierto de sombras. A lo lejos brillaba una Hama que sabía ella que era el fuego encendido por Vasily. Aislada, como perdida en el mar obscuro, aquella luz, ya brillaba resplandeciente, ya parecía agonizar. La vista de aquel punto rojo, en la soledad del desierto, temblando débilmente entre el ruido continuo e incomprensible de las olas, entristecía a Malva.

—Qué haces aquí?—le oyó de pronto preguntar, detrás de ella, a Serechka.

—A ti qué te importa?—contestó secamente, sin mirarle siquiera.

—Te lo pregunto por pura curiosidad.

El pescador la contempló un instante en silencio, encendió un cigarrillo y se sentó a horcajadas en el bote volcado. Viendo que ella no tenía gana de hablar, le dijo con tono amistoso:

—Tienes mucha gracia: tan pronto huyes de todo el mundo como te cuelgas al cuello de todo el mundo.

—Al tuyo me parece que no—dijo Ma'va con indiferencia.