Y estúpido, estúpido hasta más no poderacabó Malva, con acento de convicción.
—Convengamos en que soy estúpido—dijo Jacobo con enojo, para eso no se necesita ser inteligente. Qué te importa a ti que yo sea estúpido?... Escucha, quieres que tú y yo?...
—No me hables de eso. ¡No quiero!
—¿Qué es lo que no quieres?
—¡Nada!
—No seas bestia.
La cogió suavemente por el hombro.
—Escucha...
Déjame, Jacobo!—dijo ella con severidad y zafándose de su mano—. ¡Déjame!
El mozo se levantó y miró en torno.
¡Bueno; ya que te pones así, vete al diablo! Hay aquí muchas mujeres. ¿Te crees quizá que eres mejor que las demás?
Eres un pipiolo!—dijo Malva tranquilamente, poniéndose en pie y sacudiendo la arena de su ropa.
Y echaron a andar, uno junto a otro. hacia las barracas.
Sus pies se hundían en la arena, y caminaban lentamente.
Jacobo, tan pronto intentaba conseguir de ella, por medio de brutales tentativas de persuasión, que accediese a sus deseos, como le decía, en tono despectivo, que no era allí la única mujer ni valía más que las otras. Ella le respondía riendo, sin alterarse, con palabras mortificantes.