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da y pensaba en su hijo, en Malva, en que la llegada de Jacobo haría su vida más difícil, menos libre que hasta entonces. Jacobo de seguro había adivinado lo que era Malva para su padre.

Mientras tanto, Malva seguía sentada en la cabaña, turbando al joven con sus miradas provocativas, de las que no desaparecía la sonrisa.

—¿Te has dejado alguna novia en la aldea ?le preguntó de pronto, inclinándose hacia él, mirándole fijamente.

—Tal vez!—respondió el mozo con frialdad.

—¿Es guapa ?—inquirió como distraída Malva.

El no contestó.

—¿Por qué no contestas? ¿Es más guapa que yo?

El mozo la miró, a pesar suyo. Sus mejillas eran morenas y carnosas, y sus labios apetitosos, que entreabría la provocación de una sonrisa, temblaban ligeramente. La blusa roja le sentaba muy bien: dibujaba sus hombros mórbidos y sus altos senos enhiestos. Pero sus ojos verdes, risueños, que ella guiñaba con picardía, no le hacían gracia.

— Por qué hablas de ese modo?—dijo suspirando involuntariamente y con un tono humilde que él hubiera querido que fuese severo.

—¿Cómo se debe hablar?—rió ella.

—Siempre estás riéndote, no se sabe de qué.

—¿De qué va a ser? De ti.

De mí?¿Por qué?—preguntó el mozo,