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irresoluto, parado ante Jaccbo, le dirigía, una tras otra, numerosas preguntas, sin esperar siquiera a que le respondiesen. No daba pie con bola. Su azoramiento subió de punto cuando oyó las palabras burlonas de Malva:

—No hagas más el tonto... La alegría te ha trastornado. Llévale a la cabaña y dale de comer y beber.

Vasily se volvió hacia ella. Sus labios sonreían con una sonrisa que no conocía. Su rostro, redondo, carnoso y fresco, era igualmente nuevo a sus ojos, como si lo viese por primera vez. Las pupilas, verdes, ya se clavaban en el padre, ya en el hijo, mientras los dientecillos blancos mordían pepitas de melón. Jacobo miraba, sonriendo también, a su padre y a Malva.

Durante unos segundos, muy desagradables para Vasily, ninguno de los tres habló.

¡Un instante!—anunció de pronto Vasily, dirigiéndose a la cabaña—. No sigáis al sol. Voy a buscar agua y haremos sopa de pescado... ¡Ya verás, Jacobo, qué sopa! Te vas a chupar los dedos. Un instante... sólo un instante.

Cogió una cacerola que había en el suelo, junto a la cabaña, y con ella en la mano se alejó presuroso en dirección al sitio donde estaban tendidas las redes, entre las que no tardó en desaparecer.

Malva y Jacobo se encaminaron a la cabaña.

—¡Bueno, muchacho! Ya te he traído al lado de tu padre—dijo ella, mirando a hurtadillas al mozo con ojos escrutadores.