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amigas de quién pudiera ser la carta. Distraidamente, rasgó el sobre. Leyó, asombrados los ojos, loco de latidos el corazón.

Era la misma carta de hacía una semana por la noche; la firmaba Katig; entre las dos caras del papel doblado, también ahora, llevaba rosas. ¡El muy terco! ó ¡el muy enamorado!...

Bajó la frente, pensativa: ¿á qué burlarse de él? ¿no era acaso Katig esbelto y bello como un Dios? Y ella ¿no era, acaso, dulcísima vírgen, muerta de ensueños, herida de sensualismos, visionaria de amor, cuando de día, á la luz del sol, al despertar sobre el blanco lecho de aroma de sampaga y de su carne ardiente y oriental, abrazada á la almohada, besaba sus blondas, creyendo en ellas sentir el vaho de otra