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¡Naturaleza! El hermoso rostro de él se vuelve mustio y, como los cirios que se apagan, inclina su lánguida cabeza.
La voz, su alegre voz, se atenúa; ruedan las palabras y un eco cavernoso responde en el misterio.
Sus ojos, que guardan el encanto, la causa de mi vida, se entrecierran sin brillo y como luceros tristes me miran hondo, despidiéndose.
¡Naturaleza! ¿Pretendes, acaso, negar tu apoyo a esa grande alma y dejar que se precipite en el caos como una sombra?
Te cantaré, madre mía, te imploraré; pos-