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sión hizo su oficio, y las sacó de todos los ojos de los circunstantes. Amaneció en esto; volvieron las barcas al agua, pareciéndoles que el mar les esperaba sosegado y blando, y, entre tristes y alegres, entre temor y esperanza, siguieron su camino, sin llevar parte cierta adonde encaminalle. Están todos aquellos mares casi cubiertos de islas, todas o las más despobladas, y las que tienen gente, es rústica y medio bárbara, de poca urbanidad y de corazones duros e insolentes; y, con todo esto, deseaban topar alguna que los acogiese, porque imaginaban que no podían ser tan crueles sus moradores, que no lo fuesen más las montañas de nieve y los duros y ásperos riscos de las que atrás deseaban. Diez días más navegaron, sin tomar puerto, playa o abrigo alguno, dejando a entrambas partes, diestra y siniestra, islas pequeñas que no prometían estar pobladas de gente, puesta la mira en una gran montaña que a la vista se les ofrecía, y pugnaban con todas sus fuerzas llegar a ella con la mayor brevedad que pudiesen, porque ya sus barcas hacían agua y los bastimentos, a más andar, iban faltando.
En fin: más con la ayuda del cielo, como se debe creer, que con las de sus brazos, llegaron a la deseada isla, y vieron andar dos personas por la marina, a quien con grandes voces preguntó Transila qué tierra era aquélla, quién la gobernaba y si era de cristianos católicos. Respondiéronle, en lengua que él la entendió, que aquella isla se llamaba Golandia, y que era de católicos, puesto que