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CAPITULO XI

Acudió con presteza Periandro a verle, y halló que había expirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.

—Con este sueño—dijo a esta sazón Auristela—se ha excusado este caballero de contarnos qué le sucedió en la pasada noche, los trances por donde vino a tan desastrado término y a la prisión de los bárbaros, que, sin duda, debían de ser casos tan desesperados como peregrinos.

A lo que añadió el bárbaro Antonio:

—¿Por maravilla hay desdichado sólo que lo sea en sus desventuras? Compañeros tienen las desgracias, y por aquí o por allí siempre son grandes, y entonces lo dejan de ser, cuando acaban con la vida del que las padece.

Dieron luego orden de enterralle como mejor pudieron: sirvióle de mortaja su mismo vestido; de tierra, la nieve; y de cruz, la que le hallaron en el pecho en un escapulario, que era la de Cristo, por ser caballero de su hábito; y no fuera menester hallarle esta honrosa señal para enterarse de su nobleza, pues las habían dado bien claras su grave presencia y razonar discreto. No faltaron lágrimas que le acompañasen, porque la compa-