agradezco esta mudanza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha brevedad le dejare libre de la carga de mi cuerpo, porque las penas que siento en el alma me van dando señales de que tengo la vida en sus últimos términos.
—Mejor lo hará el cielo—respondió Periandro—, que, pues yo soy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno.
—No sería esperanza aquella—dijo a esta sazón Auristela—a que pudiesen contrastar y derribar infortunios; pues así como la luz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de estar más firme en los trabajos: que el desesperarse en ellos es acción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad ni bajeza que entregarse el trabajado, por más que lo sea, a la desesperación.
—El alma ha de estar—dijo Periandro—el un pie en los labios y el otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha de dejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, que no puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitas misericordias.
—Todo es así—respondió el músico—, y yo lo creo a despecho y pesar de las experiencias que en el discurso de mi vida en mis muchos males tengo hechas.
No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antes de anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también despoblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos, y llenos de fruto que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba