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que su padre puso en buscarnos. Su confesión y la mía, que fué decir que yo llevaba a mi esposa, y ella se iba con su marido, no fué bastante para no agravar mi culpa, tanto, que obligó al juez, movió y convenció a sentenciarme a muerte. Apartáronme en la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos no tan honrados como el mío.

”Visitéme en el calabozo una mujer que decían estaba presa por fatucherie—que en castellano se llaman hechiceras—, que la alcaidesa de la cárcel había hecho soltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de que con hierbas y palabras había de curar a una hija suya de una enfermedad que los médicos no acertaban a curarle. Finalmente, por abreviar mi historia, pues no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo, lo parezca, viéndome yo atado y con el cordel a la garganta, sentenciado al suplicio, sin orden ni esperanza de remedio, di el sí a lo que la hechicera me pidió de ser su marido si me sacaba de aquel trabajo. Díjome que no tuviese pena, que aquella misma noche del día que sucedió esta plática, ella rompería las cadenas y los cepos, y, a pesar de otro cualquier impedimento, me pondría en libertad, y en parte donde no me pudiesen ofender mis enemigos, aunque fuesen muchos y poderosos. Túvela, no por hechicera, sino por ángel que enviaba el cielo para mi remedio; esperé la noche, y, en la mitad de su silencio, llegó a mí y me dijo que asiese de la punta de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Tur-