Se ha dicho por algún crítico que Cervantes es la desigualdad misma: junto a sus mejores producciones, el Quijote, algunas de las Novelas ejemplares y casi todos los entremeses, escribió la más empalagosa de las novelas pastoriles—La Galatea—, unas cuantas comedias desprovistas de interés, y el más fantástico de los libros de aventuras: Persiles y Sigismunda. Y, como un buen padre, defiende con ardor a sus hijos enfermizos; porque, sin duda, los fuertes no necesitan ningún amoroso cuidado.
Del Persiles llegó a decir, antes de aparecer, que sería el libro “más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto”, arrepintiéndose en seguida de haber dicho que pudiera ser el peor, “porque ha de llegar al extremo de bondad posible”.
Estas palabras, desde luego, expresan una opinión exagerada acerca de su obra póstuma—el Persiles se publica en 1617, y Cervantes muere un año antes—; pero la fama ha respondido también con un desprecio exagerado.
Esta novela, de innumerables aventuras entrelazadas, tiene un largo comienzo repelente. En los dos primeros libros se repiten, con una monotonía abrumadora, episodios parecidos—desarrollados en islas innominadas y polares—, en los que es difí-