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—Venid, señores, y daremos sepultura a la difunta, y fin a mi comenzada historia.

Hiciéronlo así, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una peña, cubriéndola con tierra y con otras peñas menores. Auristela le rogó que le pusiese una cruz encima, para señal de que aquel cuerpo había sido cristiano. El español respondió que él traería una gran cruz que en su estancia tenía, y la pondría encima de aquella sepultura. Diéronle todos el último vale; renovó el llanto Auristela, cuyas lágrimas sacaron al momento las de los ojos de Periandro. En tanto, pues, que el mozo bárbaro volvía, se volvieron todos a encerrar en el cóncavo de la peña donde habían dormido, por defenderse del frío, que con rigor amenazaba, y habiéndose sentado en las blandas pieles, pidió el bárbaro silencio y prosiguió su cuento en esta forma:

—Cuando me dejó la barca en que venía en la arena, y la mar tornó a cobrarla—ya dije que con ella se me fué la esperanza de la libertad, pues aun ahora no la tengo de cobrarla—, entré aquí dentro, vi este sitio y parecióme que la naturaleza le había hecho y formado para ser teatro donde se representase la tragedia de mis desgracias. Admiróme el no ver gente alguna, sino algunas cabras monteses y animales pequeños de diversos géneros; rodeé todo el sitio, hallé esta cueva cavada en estas peñas y señaléla para mi morada; finalmente, habiéndolo rodeado todo, volví a la entrada que aquí me había conducido, por ver si oía