mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor; y así, torné a recoger los remos y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuántos días y noches que anduve vagabundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla desploblada de gente humana, aunque llena de lobos que por ella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra, por temor de los animales que había visto; comí del bizcocho, ya remojado: que la necesidad y la hambre no reparan en nada; llegó la noche, menos escura que había sido la pasada; pareció que el mar se sosegaba, y prometía más quietud el venidero día; miré al cielo; vi las estrellas con aspecto de prometer bonanza en las aguas y sosiego en el aire.
"Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos—como es la verdad—me dijo en voz clara y distinta y en mi propia lengua: “Español, hazte a lo largo y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas