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Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea, y a brazos abiertos se fué a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido que con tal compañía volvía.

—Padre—respondió el mozo—, vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar: la isla se abrasa; casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temerosos huéspedes.

Guió el padre; siguiéronle todos; animóse Cloelia, pues caminó a pie; no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra. Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron, con teas encendidas en las manos, dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta treinta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima. La una dijo: