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el golpe, que ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos, y mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podía igualársele. ¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre! Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasos torcidos y flojos fué a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos:
—¡Oh querida mitad de mi alma; oh firme columna de mis esperanzas; oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.
Y esta razón dijo con voz tan baja, que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo:
—Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.
—¡Ay hermano!—respondió Auristela, que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada—;¡ay hermano—replicó otra vez—, y como creo que