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rón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fué obedecido al punto, y, al mismo instante, tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron, sin concierto ni policía alguna, diversos géneros de frutas secas, y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer; rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran suspiro, volvió las espaldas y se salió de la tienda. En esto llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida, y levantándose el capitán con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fué muy contento.

Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo extremo en que él se había visto; pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza, y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de