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relación sabía ser el que llevó a su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Periandro, por un extraño acontecimiento, la había dejado. En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa, que éste era el nombre de la que sus desgracias había contado, la cual, oyéndose llamar, dijo:
—Sin duda alguna, el mar está manso, y la borrasca, quieta, pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. A Dios te queda, quien quiera que seas, y los cielos te libren de ser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testifiquen esta vanidad e impertinente profecía: que también estos insolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.
Apartáronse; subió Taurisa a la cubierta; quedó el mancebo pensativo, y pidió que le diesen de vestir, que quería levantarse. Trujéronle un vestido de damasco verde, cortado al modo del que él había traído de lienzo; subió arriba, recibióle Arnaldo con agradable semblante, sentóle junto a sí, vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse las ninfas de las aguas o las amadríades de los montes. En tanto que esto se hacía, con admiración del mozo, Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber de Auristela iban bien encaminados. El mozo, que del razonamiento que había tenido con Taurisa y de lo que Arnaldo le con-