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ros, porque, quedando yo entre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse, para hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la ventura que me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has oído, y destos temores las quejas que me atormentan.

Calló en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudo en la garganta, pegó la boca con las tablas, que humedeció con copiosas lágrimas, y al cabo de un pequeño espacio, le preguntó si, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdeñase a Arnaldo y no admitiese tan gran dádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vez las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión. Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria, caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen, nunca se le había oído nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni en otro modo alguno. Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía. Díjole que no, sino que por