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ron y dividieron en partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anegado tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas; pelearon entre sí los contrapuestos vientos; anegáronse los bárbaros; salieron los leños del atado prisionero al mar abierto; pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el cielo, pero negándole el poder pedirle que tuviese compasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le arrancaron de los leños y se le llevaron consigo a su abismo: que, como llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse ni usar de otro remedio alguno. De esta manera que se ha dicho salió a lo raso del mar, que se mostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y, tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en aquel reposo del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba; descubrieron asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía, y por certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife al agua, y llegaron a verlo, y hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a cuantos en él estaban. Subió el mo-