ron en medio dellos, sentado, al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba, y, poniendo en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla. El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo, dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrirlo; viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquél el género de muerte con que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre encarada la flecha al pecho; y así arrojó de sí el arco, y, llegándose a él por señas, como mejor pudo, le dió a entender que no quería matarle.
En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban, en el cual, de improviso, se levantó una borrasca que, sin poder remediarlo los inexpertos marineros, los leños de la balsa se desliga-