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da de aquella discreta nación, que se abstienen de matar cuervos en toda la isla.

—No sé—respondió Mauricio—de dónde tomó principio esa fábula, tan creída como mal imaginada.

En esto fueron razonando casi toda la noche, y, al despuntar del día, dijo Clodio, que hasta allí había estado oyendo y callando:

—Yo soy un hombre a quien no se le da por averiguar estas cosas un dinero; ¿qué se me da a mí que haya lobos hombres o no, o que los reyes anden en figura de cuervos o de águilas? Aunque, si se hubiesen de convertir en aves, antes querría que fuesen en palomas que en milanos.

—Paso, Clodio, no digas mal de los reyes, que me parece que te quieres dar algún filo a la lengua para cortarles el crédito.

—No—respondió Clodio—; que el castigo me ha puesto una mordaza en la boca, o, por mejor decir, en la lengua, que no consiente que la mueva, y así pienso de aquí adelante reventar callando que alegrarme hablando. Los dichos agudos, las murmuraciones dilatadas, si a unos alegran, a otros entristecen. Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quiero en paz los días que me quedan de la vida, a la sombra de tu generoso amparo, puesto que por momentos me fatigan ciertos ímpetus maliciosos que me hacen bailar la lengua en la boca y malográrseme entre los dientes más de cuatro verdades, que an-