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Y tornándose a echar sobre la cubierta, quedó el navío lleno de muy sosegado silencio, en el cual Rutilio, que iba sentado al pie del árbol mayor, convidado de la serenidad de la noche, de la comodidad del tiempo, o de la voz, que la tenía extremada, al son del viento, que dulcemente hería en las velas, en su propia lengua toscana comenzó a cantar esto, que, vuelto en lengua española, así decía:

Huye el rigor de la invencible mano,
advertido, y enciérrase en el arca
de todo el mundo el general monarca
con las reliquias del linaje humano.

El dilatado asilo, el soberano
lugar rompe los fueros de la Parca,
que entonces, fiera y licenciosa, abarca
cuanto alienta y respira el aire vano.

Vense en la excelsa máquina encerrarse
el león y el cordero, y, en segura
paz, la paloma al fiero alcón unida;

sin ser milagro, lo discorde amarse:
que, en el común peligro y desventura,
la natural inclinación se olvida.

El que mejor entendió lo que cantó Rutilio fué el bárbaro Antonio, el cual le dijo asimismo:

—Bien canta Rutilio, y si, por ventura, es suyo que ¿cómo lo puede ser bueno un oficial? Pero no digo bien: que yo me acuerdo haber visto en mi patria, España, poetas de todos los oficios.

Esto dijo en voz que la oyó Mauricio, el príncipe y Periandro, que no dormían, y Mauricio dijo: