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de o quién nos mata? Todos los que en este navío vamos, ¿no somos amigos? ¿No son todos los más vasallos y criados míos? ¿El cielo no está caro y sereno, el mar tranquilo y blando, y el bajel, sin tocar en escollo ni en bajío, no navega? ¿Hay alguna rémora que nos detenga? Pues si no hay nada desto, ¿de qué temes, que ansí con tus sobresaltos nos atemorizas?

—No sé—replicó Mauricio—; haz, señor, que bajen los buzanos a la sentina, que, si no es sueño, a mí me parece que nos vamos anegando.

No hubo bien acabado esta razón, cuando cuatro o seis marineros se dejaron calar al fondo del navío, y le requirieron todo, porque eran famosos buzanos, y no allanaron costura alguna por donde entrase agua al navío, y vueltos a la cubierta, dijeron que el navío iba sano y entero, y que el agua de la sentina estaba turbia y hedionda, señal clara de que no entraba agua nueva en la nave.

—Así debe de ser—dijo Mauricio—; sino que yo, como viejo, en quien el temor tiene su asiento de ordinario, hasta los sueños me espantan; y plega a Dios que este mi sueño lo sea, que yo me holgaría de parecer viejo temeroso antes que verdadero judiciario.

Arnaldo le dijo:

—Sosegaos, buen Mauricio, porque vuestros sueños le quitan a estas señoras.

—Yo lo haré así, si puedo—respondió Mauricio.