por su esposo, y prometo de cumplir este ofrecimiento cuando ella quisiere y adonde quisiere; aquí debajo destos pobres techos, o en los dorados de la famosa Roma; y asimismo te ofrezco de contenerme en los límites de la honestidad y buen decoro, si bien viese consumirme en los ahincos y deseos que trae consigo la concupiscencia desenfrenada y la esperanza propicia, que suele fatigar más que la apartada.
Aquí dió fin su plática Arnaldo, y estuvo atentísimo a lo que Periandro había de responderle, que fué:
—Bien conozco, valeroso príncipe Arnaldo, la obligación en que yo y mi hermana te estamos por las mercedes que hasta aquí nos has hecho y por la que agora de nuevo nos haces: a mí, por ofrecerte por mi hermano, y a ella, por esposo; pero, aunque parezca locura que dos miserables peregrinos, desterrados de su patria, no admitan luego el bien que se les ofrece, te sé decir no ser posible el recebirle, como es posible el agradecerle. Mi hermana y yo vamos, llevados del destino y de la elección, a la santa ciudad de Roma, y hasta vernos en ella, parece que no tenemos ser alguno ni libertad para usar de nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísima tierra y adorar sus reliquias santas, quedaremos en disposición de disponer de nuestras hasta agora impedidas voluntades, y entonces será la mía toda empleada en servirte. Séte decir también que, si llegares al cumplimiento de tu buen deseo, llegarás a tener una