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todos iban encaminados. Levantóse Arnaldo de la mesa, y asiendo de la mano a Periandro, le sacó fuera del hospedaje, donde a solas y sin ser oído de nadie le dijo:

—No es posible, Periandro amigo, sino que tu hermana Auristela te habrá dicho la voluntad que en dos años que estuvo en poder del rey mi padre, le mostré, tan ajustada con sus honestos deseos, que jamás me salieron palabras a la boca que pudiesen turbar sus castos intentos; nunca quise saber más de su hacienda de aquello que ella quiso decirme, pintándola en mi imaginación no como persona ordinaria y de bajo estado, sino como a reina de todo el mundo, porque su honestidad, su gravedad, su discreción, tan en extremo extremada, no me daba lugar a que otra cosa pensase. Mil veces me le ofrecí por su esposo, y esto con voluntad de mi padre, y aun me parecía que era corto mi ofrecimiento. Respondióme siempre que, hasta verse en la ciudad de Roma, adonde iba a cumplir un voto, no podía disponer de su persona; jamás me quiso decir su calidad ni la de sus padres, ni yo, como ya he dicho, le importuné me la dijese, pues ella sola, por sí misma, sin que traiga dependencia de otra alguna nobleza, merece, no solamente la corona de Dinamarca, sino de toda la monarquía de la tierra. Todo esto te he dicho, Periandro, para que, como varón de discurso y entendimiento, consideres que no es muy baja la ventura que está llamando a las puertas de tu comodidad y la de tu hermana, a quien desde aquí me ofrezco