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los celos no les atravesase las almas. Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave, y ya llegaba a la orilla, cuando se adelantó Periandro a recebille; pero Auristela no se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisiera que allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raíces, como se volvieron los de la hija de Peneo cuando el ligero corredor Apolo la seguía. Arnaldo, que vió a Periandro, le conoció, y, sin esperar que los suyos le sacasen en hombros a tierra, de un salto que dió desde la popa del esquife, se puso en ella, y en los brazos de Periandro, que con ellos abiertos le recibió, y Arnaldo le dijo:

—Si yo fuere tan venturoso, amigo Periandro, que contigo hallare a tu hermana Auristela, ni tendría mal que temer ni otro bien mayor que esperar.

—Conmigo está, valeroso señor—respondió Periandro—: que los cielos, atentos a favorecer tus virtuosos y honestos pensamientos, te la han guardado con la entereza que también ella por sus buenos deseos merece.

Ya en esto se había comunicado por la nueva gente y por la que en la tierra estaba quién era el príncipe que en la nave venía, y todavía estaba Auristela como estatua, sin voz, inmóvil, y junto a ella la hermosa Transila, y las dos, al parecer, bárbaras Ricla y Constanza. Llegó Arnaldo, y, puesto de hinojos ante Auristela, le dijo:

—¡Seas bien hallada, norte por donde se guían mis honestos pensamientos y estrella fija que me