dan en público, y así, dignamente, los satíricos, los maldicientes, los malintencionados, son desterrados y echados de sus casas, sin honra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que llamarse agudos sobre bellacos y bellacos sobre agudos, y es como lo que suele decirse: la traición contenta, pero el traidor enfada. Y hay más: que las honras que se quitan por escrito, como vuelan y pasan de gente en gente, no se pueden reducir a restitución, sin la cual no se perdonan los pecados.
—Todo lo sé—respondió Clodio—; pero si quieren que no hable o escriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere, y tendré esperanza que de allí salgan las cañas del rey Midas.
—Ahora bien—dijo a esta sazón Ladislao—; háganse estas paces; casemos a Rosamunda con Clodio; quizá con la bendición del sacramento del matrimonio y con la discreción de entrambos, mudando de estado, mudarán de vida.
—Aun bien—dijo Rosamunda—, que tengo aquí un cuchillo con que podré hacer una o dos puertas en mi pecho por donde salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes en sólo haber oído este tan desastrado y desatinado casamiento.
—Yo no me mataré—dijo Clodio—; porque, aunque soy murmurador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuando lo digo bien, es tal, que quiero vivir porque quiero decir mal; ver-