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con todo el mundo. Bien quisiera yo que quisiera el rey que, en pena de mis delitos, acabara con otro género de muerte la vida en mi tierra, y no con el de las heridas que a cada paso me da tu lengua, de la cual tal vez no están seguros los cielos ni los santos.

—Con todo eso—dijo Clodio—, jamás me ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira.

—A tener tú conciencia—dijo Rosamunda—de las verdades que has dicho, tenías harto de qué acusarte; que no todas las verdades han de salir en público ni a los ojos de todos.

—Sí—dijo a esta sazón Mauricio—, sí que tiene razón Rosamunda: que las verdades de las culpas cometidas en secreto nadie ha de ser osado de sacarlas en público, especialmente las de los reyes y príncipes que nos gobiernan; sí que no toca a un hombre particular reprehender a su rey y señor ni sembrar en los oídos de sus vasallos las faltas de su príncipe, porque esto no será causa de enmendarle, sino de que los suyos no le estimen; y si la corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por qué no ha de gozar deste privilegio el príncipe? ¿Por qué le han de decir públicamente y en el rostro sus defectos? Que tal vez la reprehensión pública y mal considerada suele endurecer la condición del que la recibe y volverle antes pertinaz que blando; y como es forzoso que la reprehensión caiga sobre culpas verdaderas o imaginadas, nadie quiere que le reprehen-