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yo, no sólo un amigo, pero cien mil vidas; no me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos; finalmente, a entrambos a dos llegó el día de nuestra última paga: a ésta mandó el rey que nadie, en toda la ciudad ni en todos sus reinos y señoríos, le diese, ni dado ni por dineros, otro algún sustento que pan y agua, y que a mí, junto con ella, nos trajesen a una de las muchas islas que por aquí hay que fuese despoblada, y aquí nos dejasen: pena que para mí ha sido más mala que quitarme la vida, porque, la que con ella paso, es peor que la muerte.

—Mira, Clodio—dijo a esta sazón Rosamunda—, cuán mal me hallo yo en tu compañía, que mil veces me ha venido al pensamiento de arrojarme en la profundidad del mar, y si lo he dejado de hacer es por no llevarte conmigo: que si en el infierno pudiera estar sin ti, se me aliviaran las penas. Yo confieso que mis torpezas han sido muches, pero han caído sobre sujeto flaco y poco discreto; mas las tuyas han cargado sobre varoniles hombros y sobre discreción experimentada, sin sacar de ellas otra ganancia que una delectación más ligera que la menuda paja que en volubles remolinos revuelve el viento; tú has lastimado mil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos, has descubierto secretos escondidos y contaminado linajes claros; haste atrevido a tu rey, a tus ciudadanos, a tus amigos y a tus mismos parientes, y, en son de decir gracias, te has desgraciado