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—¡Oh Rosamunda, o, por mejor decir, Rosa inmunda!, porque munda, ni lo fuiste, ni lo eres, ni lo serás en tu vida, si vivieses más años que los mismos tiempos, y así, no me maravillo de que te parezca mal la honestidad ni el buen recato, a que están obligadas las honradas doncellas. Sabed, señores—mirando a todos los circunstantes, prosiguió—, que esta mujer que aquí veis, atada como loca, y libre como atrevida, es aquella famosa Rosamunda, dama que ha sido concubina y amiga del rey de Inglaterra, de cuyas impúdicas costumbres hay largas historias y longísimas memorias entre todas las gentes del mundo. Esta mandó al rey, y, por añadidura, a todo el reino; puso leyes, quitó leyes; levantó caídos viciosos y derribó levantados virtuosos; cumplió sus gustos, tan torpe como públicamente, en menoscabo de la autoridad del rey, y en muestra de sus torpes apetitos, que fueron tantas las muestras y tan torpes y tantos sus atrevimientos, que, rompiendo los lazos de diamantes y las redes de bronce con que tenía ligado el corazón del rey, le movieron a apartarla de sí y a menospreciarla en el mismo grado que la había tenido en precio. Cuando ésta estaba en la cumbre de su rueda y tenía asida por la guedeja a la fortuna, vivía yo despechado y con deseos de mostrar al mundo cuán mal estaban empleados los de mi rey y señor natural; tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente, una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosas agudezas, y, por decir una, perderé