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barcos, más bien parados y de mayores fuerzas impelidos, y que no era posible escaparme, solté los remos y volví a tomar mi lanza, con intención de esperarlos y dejar llevarme a su poder, si no perdiendo la vida, vengando primero en quien pudiese mi agravio. Vuelvo a decir otra vez que el cielo, conmovido de mi desgracia, avivó el viento y llevó el barco, sin empelerle los remos, el mar adentro, hasta que llegó a una corriente o raudal que le arrebató como en peso y le llevó más adentro, quitando la esperanza a los que tras mí venían de alcanzarme, que no se aventuraron a entrarse en la desenfrenada corriente que por aquella parte el mar llevaba.

Así es verdad—dijo a esta sazón su esposo Ladislao—, porque, como me llevabas el alma, no pude dejar de seguirte. Sobrevino la noche, y perdímoste de vista, y aun perdimos la esperanza de hallarte viva, si no fuese en las lenguas de la fama, que desde aquel punto tomó a su cargo el celebrar tal hazaña por siglos eternos.

—Es, pues, el caso—prosiguió Transila—que aquella noche, un viento que de la mar soplaba, me trujo a la tierra, y en la marina hallé unos pescadores que benignamente me recogieron y albergaron, y aun me ofrecieron marido, si no le tenía, y creo sin aquellas condiciones de quien yo iba huyendo. Pero la codicia humana, que reina y tiene su señorío aun entre las peñas y riscos del mar y en los corazones duros y campestres, se entró aquella noche en los pechos de aquellos