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una casa principal, para esto diputada, se juntan los novios y sus hermanos, si los tienen, con todos los parientes más cercanos de entrambas partes, y con ellos el regimiento de la ciudad, los unos para testigos y los otros para verdugos, que así los puedo y debo llamar. Está la desposada en un rico apartamiento esperando lo que no sé cómo pueda decirlo sin que la vergüenza no me turbe la lengua; está esperando, digo, a que entren los hermanos de su esposo, si los tiene, y algunos de sus parientes más cercanos, de uno en uno, a coger las flores de su jardín y a manosear los ramilletes que ella quisiera guardar intactos para su marido: costumbre bárbara y maldita, que va contra todas las leyes de la honestidad y del buen decoro, porque ¿qué dote puede llevar más rico una doncella que serlo, ni qué limpieza puede ni debe agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su poder en su entereza? La honestidad siempre anda acompañada con la vergüenza y la vergüenza con la honestidad; y si la una o la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el edificio de la hermosura dará en tierra y será tenido el precio bajo y asqueroso. Muchas veces había yo intentado de persuadir a mi pueblo dejase esta prodigiosa costumbre; pero apenas lo intentaba, cuando se me daba en la boca con mil amenazas de muerte, donde vine a verificar aquel antiguo adagio que vulgarmente se dice: que la costumbre es otra naturaleza, y el mudarla se siente como la muerte. Finalmente, mi hija se encerró en el