inquietante. Como era de las Ardenas, además de un lindo dejo del terruño, pronto perdido, poseía el don de la asimilación rápida, propio de sus paisanos, y esto puede explicar la pronta desecación de su numen (veine) bajo el sol insulso de París (hablemos como nuestros antepasados, cuyo lenguaje directo y pulcro, al fin y a la postre, no estaba tan mal).
Empezaremos por la primera parte de la obra de Arturo Rimbaud, producto de la más tierna adolescencia—¡sublime erupción, maravillosa pubertad!--y luego, examinaremos las diversas evoluciones de este espíritu impetuoso, hasta su literario fin.
Abramos aquí un paréntesis y, por si estas líneas caen casualmente bajo su mirada, sepa Arturo Rimbaud que nosotros no juzgamos los móviles de los hombres, y tenga por segura nuestra aprobación (y nuestra negra tristeza también) de su abandono de la poesía, supuesto que este abandono ha sido para él lógico, honesto y necesario, lo cual no dudamos.
La obra de Rimbaud, remontándose al período de su extrema juventud, es decir, a 1869, 70 y 71, es asaz abundante y formaría un respetable volumen. Se compone de poemas generalmente cortos, letrillas, sonetos, o composiciones de cuatro, cinco o seis versos. El poeta nunca emplea el pareado heroico (rime plate). Su ver-