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Ovidio

de un hombre insensible. Este numen me habló así (dudo si fué el verdadero Cupido o la ilusión de un sueño, pero me inclino a lo último): «¡Oh tú, que, solícito, ya enciendes, ya extingues las llamas de Venus, Ovidio!; añade a tus lecciones este precepto mío: represéntese cada cual el cuadro de sus males, y olvidará sus amoríos. El cielo los ha repartido a todos en cantidad más o menos considerable. Aquel que ha tomado dinero en préstamo, tema el puteal, tema a Jano y la pronta vuelta de las calendas. El que tenga un padre duro de condición, aunque todo le salga a medida del deseo, lleve siempre por delante la dureza de su progenitor. El otro que vive en la estrechez con una esposa sin dote, atribuya al matrimonio el principio de sus desdichas. Si posees en tu fértil heredad una viña de exquisitos racimos, concibe el temor de que éstos se sequen al nacer. El que espera su nave de arribada, represéntese la violencia del oleaje y el litoral cubierto con los restos del naufragio. Al uno llena de angustia el hijo que salió a campaña, al otro la suerte de su hija núbil; ¿y a quién no afligen mil causas de inquietud? ¡Oh Paris, cómo hubieses aborrecido a tu Helena reproduciéndote en la imaginación el desastroso fin de tus hermanos!» El dios hablaba todavía, cuando su imagen infantil se desvaneció con mi sueño, si en verdad aquello fué un sueño. ¿Qué hacer? Palinuro abandona el barco al furor de las ondas, y navega a la fuerza por rutas desconocidas. ¡Oh tú que amas, evita la soledad, siempre funesta! ¿Adónde huyes? Entre la turba estarás bien seguro. No tienes necesidad de aislarte;