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EMILIO SALGARI


Los dos jóvenes, el piloto y el chino treparon por las escalas de cuerda y fueron desplegando las velas.

Los salvajes, al notar aquellas maniobras, presumieron que los blancos se preparaban a abandonar la bahía y acudieron a la playa dando furiosos gritos y blandiendo las armas.

Algunos, más audaces, se arrojaron al agua, mientras los otros saltaban hasta los extremos de la escollera; pero un disparo de la lantaca hizo caer a tres o cuatro, refrenando el ardor de los demás.

—¡Preparad la cuerda del ancla!—gritó el Capitán a Van-Horn y al chino—. ¿Sigue la otra a babor?

—Siempre, señor—contestó el piloto.

—¿Crees que resistirá?

—Confío en ello, Capitán.

—Virando algo, creo que podremos ejercer un poderoso esfuerzo por estribor y poner el barco a flote.

—Ayudaremos a la marea.

En aquel momento se estremeció el junco y pareció que tendía a recobrar su nivel. El Capitán se asomó por la amura de estribor y miró al fondo; pero la marea, que seguía creciendo, había cubierto todo el banco y no se le distinguía.

Los crujidos continuaban, y las velas, ejerciendo su esfuerzo hacia babor, ayudaban poderosamente la acción de la marea.

Oyéronse de pronto, bajo la carena, fuertes crujidos,

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