de la Luna. Después de él el astrónomo Laplace ha dejado la cuestión completamente resuelta.
—Pues si tantos hombres ilustres por su ciencia han estado tanto tiempo dudando, me consuelo de mi ignorancia—dijo Hans.
—Y, sin embargo, sobrino, ¡es tan sencillo ese fenómeno! Como sabes, la superficie de nuestro globo está en gran parte cubierta de agua, la cual, por su fluidez, puede moverse. Ejerciendo la Luna una fuerte atracción sobre nuestro planeta, levanta la masa de las aguas. De éstas, las menos sometidas a la fuerza atractiva de la Luna siguen el movimiento, pero más perezosamente, y las que están en el lado opuesto de la Tierra no experimentan los efectos del fenómeno. Tenemos, pues, dos enormes masas de agua sobre la superficie terrestre, de las cuales una mira a la Luna y la otra ocupa la parte de la Tierra opuesta a la atracción lunar.
—Comprendo, tío; pero las mareas cambian. Ahora suben aquí y dentro de seis horas lo hacen en otra parte del globo.
—Eso depende de la rotación de la Tierra. Girando sobre sí misma en el espacio de veinticuatro horas, expone sucesivamente las varias partes de su superficie a la acción de la Luna, obligando a las aguas a un constante movimiento. Ahora nos encontramos nosotros bajo la influencia directa de la Luna y aquí se