—Te creo. Está bien; colócate junto a la lantaca y si los australianos se arrojan al agua haz fuego contra ellos.
—Gracias, Capitán—respondió el chino—. Me haré matar si fuera preciso; pero ninguno de esos malditos negros se acercará al junco.
—Pues vete a tu puesto, y en cuanto a nosotros, pongamos manos a la obra.
Los cuatro bajaron a la estiba y fueron trasladando los barriles al pie de la escotilla para subirlos después a la cubierta.
Habían separado apenas tres, cuando advirtieron que todo el lastre estaba mojado.
—¡Calle!—exclamó el Capitán—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Se ha roto algún barril o hace agua el junco?
—Todos los barriles están en perfecto estado, señor—dijo Van-Horn.
—¿Se habrá abierto una vía de agua?
—Imposible, Capitán. No hemos tocado contra ninguna roca y el junco fué muy bien carenado al emprender el viaje.
—Es cierto; pero tú sabes que las naves chinas no suelen estar muy bien construídas.
—Tal vez se trate de una simple filtración—dijo Van-Horn—. Tenemos bomba a bordo y luego la haremos funcionar.
—Subid y echad la cuerda—dijo el Capitán a Cornelio y Hans.